Hay personas que, aunque por dentro se sienten como si les hubieran apagado la luz, por fuera siguen funcionando como si nada. Se levantan, se duchan (a veces), trabajan, hacen la compra, responden correos, sonríen en reuniones… y todo eso mientras llevan una depresión a cuestas que no se nota, pero pesa como una mochila llena de piedras. A eso le llamamos ser un deprimido funcional: cuando el alma se arrastra pero el cuerpo sigue cumpliendo. Y no, no es un superpoder.
El arte de fingir que todo está bien
El deprimido funcional ha perfeccionado el arte de la actuación. No necesita escenario ni público, porque su vida ya es una obra de teatro. La función empieza cada mañana con un “estoy bien” que no convence ni al espejo. Pero sigue adelante, porque para
r no es una opción. ¿Quién tiene tiempo para estar mal cuando hay facturas que pagar, niños que llevar al colegio y reuniones que podrían haber sido un email?
Desde la psicología, sabemos que esta hiperfuncionalidad no es sinónimo de salud. Es más bien una estrategia de evitación emocional con traje de productividad. La persona no se permite sentir, porque sentir duele. Así que se anestesia con tareas, con rutinas, con exigencias. Y el dolor, mientras tanto, se acumula en silencio.
Y lo más curioso —o más bien triste— es que muchas de estas personas ya están en tratamiento. Toman medicación, acuden a terapia, leen sobre salud mental, hacen journaling, meditan con apps que les recuerdan respirar… y aun así, no se permiten parar. Siguen funcionando porque creen que si se detienen, todo se derrumba. Además, hablar de lo que les pasa sigue siendo complicado. En muchos entornos, incluso los más cercanos a la salud mental, la depresión aún es tabú. No quieren incomodar, no quieren que les miren raro, no quieren ser “el problema”. Así que lo llevan casi en secreto, como quien esconde una herida bajo la ropa y sonríe para que nadie pregunte.
Emociones en modo avión
La Terapia Focalizada en Emociones nos enseña que detrás de cada síntoma hay una emoción bloqueada, una necesidad no escuchada. El deprimido funcional suele tener un radar emocional averiado: siente, pero no sabe qué; necesita, pero no sabe pedir. Ha aprendido a sobrevivir sin molestar, sin incomodar, sin llorar demasiado alto.
Y eso, claro, afecta a las relaciones. Porque estar con alguien que está pero no está, que responde pero no conecta, que sonríe pero no vibra… es como bailar con una sombra. La pareja se frustra, los amigos se alejan, y el deprimido funcional se convence aún más de que “mejor no molestar”.
Obligaciones: el refugio y la trampa
Curiosamente, estas personas no dejan de cumplir. Aunque estén al borde del colapso emocional, siguen adelante. Porque parar sería admitir que algo no va bien. Y eso da miedo. Así que se convierten en los más responsables, los más eficientes, los que nunca fallan. Hasta que un día el cuerpo dice basta, o el alma se rompe en silencio.
La paradoja es que el mundo aplaude su rendimiento, mientras ellos se hunden por dentro. Y claro, pedir ayuda no es fácil cuando todo el mundo cree que eres “el fuerte”, “el que siempre puede”, “el que nunca se queja”.
¿Y ahora qué?
El trabajo terapéutico con estas personas requiere delicadeza, paciencia y mucha validación emocional. Hay que ayudarles a bajar del escenario, a quitarse el disfraz de “todo está bien” y a mirar dentro sin miedo. Las terapias de tercera generación nos ofrecen herramientas para trabajar la aceptación, la compasión y el compromiso con uno mismo. Y la TFE nos permite reconectar con esas emociones que llevan años en modo silencio.
Porque al final, no se trata de dejar de cumplir. Se trata de empezar a vivir.
