Si Gabriel García Márquez levantara la cabeza, quizá reescribiría su novela para titularla “El amor en los tiempos de Tinder» o quizás en los tiempos del Wi-Fi. Porque, seamos sinceros: hoy en día el amor se busca con un dedo, deslizando hacia la derecha o hacia la izquierda como quien hojea un catálogo de Ikea. Y el problema es que, al igual que cuando compramos un sofá, la duda siempre acecha: “¿Y si hay un modelo mejor?”
Vivimos en la era de la inmediatez. Queremos que nos respondan los mensajes en segundos, que la serie se cargue sin esperar y que el amor aparezca con el mismo algoritmo que recomienda películas en Netflix. El compromiso se ha convertido en un lujo exótico, casi un artículo vintage. Porque, claro, si puedo tener citas exprés, ¿para qué invertir tiempo en construir algo sólido?
El amor como escaparate
Las aplicaciones de citas han hecho del romance un mercado global. Deslizar perfiles es como pasear por un escaparate luminoso: todo está al alcance, todo es sustituible, todo es “mejorable”. Esa sensación de abundancia crea una paradoja: cuanto más opciones tenemos, más difícil resulta elegir. Es como intentar decidir qué pedir en un buffet libre; terminas con el plato lleno de cosas que no combinan y con la sensación de no haber disfrutado nada.
La trampa de la libertad sin vínculos
El individualismo actual nos vende la idea de que somos más libres si no nos atamos a nadie. Sin embargo, esa supuesta libertad a menudo se traduce en relaciones esporádicas que dejan un vacío, como si hubiéramos estado comiendo snacks todo el día pero sin probar un plato nutritivo. El “picoteo emocional” entretiene, sí, pero no alimenta.
¿Y qué pasa con el compromiso?
El compromiso no está de moda porque requiere algo que nos incomoda: esfuerzo, paciencia y vulnerabilidad. Es mucho más sencillo mantener la puerta entreabierta “por si acaso aparece alguien mejor”. Pero lo paradójico es que esa puerta abierta, lejos de darnos seguridad, nos roba estabilidad.
Tener una pareja estable no significa perder libertad, sino construir un espacio seguro desde el cual crecer. Como un árbol que, gracias a unas raíces firmes, puede extender sus ramas más alto. Una relación sólida nos enfrenta a nuestro egoísmo, nos obliga a negociar, a ceder, a aprender a mirar al otro como un ser humano y no como un “perfil con filtros”.
El espejismo de las redes sociales
Las redes también hacen lo suyo. Vemos parejas perfectas en Instagram y pensamos que nuestra relación “normal” se queda corta. Lo olvidamos: lo que se muestra es solo escaparate, no trastienda. Detrás de esas fotos en Bali probablemente hubo discusiones por quién se olvidó de la crema solar.
El sabor de lo que perdura
Amar en los tiempos de Tinder se parece a cocinar con microondas: rápido, práctico y sin complicaciones, pero difícilmente deja huella. En cambio, las relaciones que se construyen con paciencia se asemejan a un guiso a fuego lento: requieren tiempo, cuidado y atención, pero el resultado es mucho más nutritivo y reconfortante. Al final, la mayoría no buscamos la inmediatez de un plato precocinado, sino la calidez de compartir algo auténtico, que nos alimente de verdad y que, lejos de vaciarnos, nos sostenga.
